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El cuadro muestra la coexistencia de un plano pictórico en el que la silueta de varios soldados se recorta sobre un fondo de gama cromática verdosa y fría, al que se adhieren unos elementos en relieve, a modo de assemblage, más expresivos y provocadores: una serie de engranajes mecánicos tallados en madera (huella del oficio que le introdujo en el mundo del arte). El resultado es una pintura dura desde el punto de vista temático, queriendo simbolizar la alienante deshumanización o cosificación del hombre por parte de la sociedad, de una sociedad que convierte a los hombres en máquinas.
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La cocinera en la despensa está explícitamente inspirado en el bodegón del mismo título del artista flamenco Frans Snyders. Este cuadro d’après Snyders no es una cita literal ya que toda la composición ha sido difuminada, se han empleado acrílicos industriales para obtener calidades nuevas, y se han introducido significativos cambios en la iconografía original. Es en el plano iconográfico donde se ha introducido la mayor transgresión, al sustituir el venado colgado que aparece en el lienzo de Snyders por un cadáver humano igualmente suspendido de una pierna, aunque de perfiles mucho más borrosos. Asimismo incorpora un elemento nuevo, el sillón (que sustituye el cesto de la caza) sobre el que se ve el cañón de una escopeta y un documento de identidad.
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La preocupación del autor por la pequeñez e incomunicación del ser humano en la sociedad contemporánea, que lo uniformiza y lo aboca a una soledad alienada, son patentes en esta obra. El autor ha elegido un punto de vista elevado, sin profundidad ni perspectiva, que aplasta sobre los adoquines de la gran ciudad a una desproporcionadamente pequeña figura humana, sin más compañía que su propia sombra. El tema de la serie no era otro que la alienación, un concepto marxista que centró el debate filosófico entre el humanismo y el estructuralismo en la España de mediados de los sesenta, propiciado por los inicios de la economía de consumo y del desarrollo urbano e industrial.
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En Aislamiento M 73 a lo primero que atrae poderosamente la atención es la técnica y el soporte empleado que sitúan a la obra más allá de la pintura, próxima a los procedimientos de estampación industrial sobre metal. La reflexión crítica sobre los riesgos del progreso tecnológico que en lugar de liberar al hombre lo alienan, iniciada por Anzo en sus aislamientos, le incitan a investigar con los materiales y procedimientos propios de la industria, como el acero inoxidable, que se convierte en el soporte idóneo de muchas de sus obras a partir de 1971. Un material al que transfiere imágenes de origen fotográfico sirviéndose de diversos procedimientos, como el grabado a chorro de arena empleado en esta obra.
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El cuadro Ascensió, pintado para la “Exposición homenaje a las víctimas del franquismo”, reúne dos rasgos que singularizan el quehacer de Armengol. Su confesado interés obsesivo por los sistemas de reproducción y la contraposición pinturas clásicas versus fotografías contemporáneas. El resultado es una obra que sorprende por la confluencia de paradojas tales como el dispar origen de sus imágenes (un fotograma cinematográfico sobrepuesto a unos ángeles procedentes de La matanza de los justinianos en Quíos de Francesco Solimena), el tratamiento de apariencia tecnológica aunque realizado con un paciente proceso de elaboración manual, y la irreverente ironía contenida en el título.
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Esta obra tiene su origen en los dibujos y pinturas realizados por Arroyo (en colaboración con Gilles Aillaud) para el montaje teatral Faust-Salpêtrière, concebido por el director de escena Klaus Grüber a partir del famoso drama de Goethe, que se estrenó en París tres años antes. Se trata de una sencilla pintura sobre papel caracterizada por la inmediatez de una figura formada mediante superficies recortadas de colores planos, exenta de volumen y profundidad, que no de una fina poesía. Representa un extraño personaje que nos oculta su rostro vuelto de espaldas, enfundado en un abrigo y cubierto por un sombrero stetson. A pesar del estatismo de este enigmático Fausto, el encuadre y su misma postura le otorgan cierta dimensión temporal, como si estuviera de paso o en tránsito.
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Sobre un fondo de reminiscencias geométricas de color contenido y difuminado, dominando un gris azulado, Báez pinta monumentales versalitas clásicas romanas a modo de inscripciones que revelan su gran bagaje cultural: a veces fragmentos de óperas, a veces poemas prestados, o como en esta ocasión, lemas propios. Como en todas sus obras, también en ésta las diferentes partes del cuadro dialogan entre sí. El lema útil, inútil, fútil alude al escéptico papel que se le otorga a arte en general. Fondo y leyenda se complementan ya que para subrayar esta consideración del arte como mercancía banal y decorativa, Báez pinta el fondo tomando referentes iconográficos propios del absolutismo del siglo XVIII, tal vez un tapiz, tal vez un brocado.
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La obra es un conjunto de espectacular tecnicolor, un mural que juega al hiperrealismo de la cartelística publicitaria y que se alimenta de hechos y circunstancias que se han codificado previamente en los medios de masas. La composición también ayuda a este formato de pantalla espectacular: dos planos, de los cuales el primero destaca dramáticamente el sujeto o víctima mientras que en el fondo, en un vergonzante giro de espaldas, se alejan los representantes del poder. No existe una relación directa entre la figura de la mujer y los obispos con sus capas, mitras e ínfulas. El vínculo lo establece el propio artista que desea simbolizar plásticamente la contraposición trágica entre los deseos de libertad y placer y las convenciones sociales impuestas por las clases que ejercen o sostienen el poder.
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La composición de Anillos y gafas está dominada por el retrato de una enigmática mujer despatarrada que nos mira tras sus grandes gafas oscuras. La figura genera una atmósfera irreal carente de sombras y volúmenes, un espacio libremente creado al margen de la geometría con planos de color delimitados por trazos más oscuros, uno de los cuales medio tapa al perro de la derecha. Los colores pertenecen a una gama sucia en la que predominan los grises, verdes y terrosos, sólo aclarados por la superficie blanca con listas amarillas que respalda la figura.
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La figura de la mano extendida es una iconografía recurrente desde los inicios del arte, estando ya presente entre las pinturas rupestres, si bien su significado simbólico y alegórico ha ido cambiando y enriqueciéndose en el transcurso del tiempo. Esta mano alada pertenece a una serie de dibujos donde el objetivo principal era capturar un instante en la vida de un ser en proceso de transformación. La artista, partiendo de las sombras chinescas que realizamos en la penumbra con las manos, las poetiza y plasma la materialización de la sombra. Consigue así, con imágenes de notable simplicidad pero de fuerte carga evocadora, hablarnos del poder de la imaginación frente al objeto, invitarnos a ejercitar nuestra capacidad de soñar.
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"L’home del martell” pertenece a un conjunto de retratos tragicómicos. Son cabezas deformadas grotescamente que personifican los distintos actores del juego social. Ante nosotros el sindicalista orgánico ahíto de ideología marxista entendida como un dogma aplicable en todo momento y lugar. Uno más entre una galería de tipos seguros de su verdad y satisfechos del papel social que les ha tocado en suerte. Y nada más contrario al individualismo ácrata de Martín Caballero que aceptar de buen grado cualquier papel en esta sociedad por supuesto, tampoco el de artista.
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Este dibujo recurre al lenguaje del cómic para sintetizar en una imagen evidente el principal recurso de todo régimen autoritario para mantener los privilegios. No por casualidad la obra data de 1976, un momento en que las instituciones franquistas dispuestas a perpetuar el régimen después de Franco reprimieron policialmente las frecuentes movilizaciones populares. Aunque el estilo es otro, hay algo en este extraño personaje vestido de etiqueta con camisa de cuello duro y corbata de lazo, mitad burgués retro, mitad siniestro animal osificado, que nos recuerda los realismos de entreguerras.
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El simbolismo de esta obra transforma en clave grotesca la iconografía religiosa para plasmar un alegato contra la energía nuclear a propósito de la central de Cofrentes (Valencia), cuya construcción se encontraba en su apogeo. Nada de la serena belleza con la que los pintores han representado a lo largo de siglos a la Virgen María, ni sombra de la dulce gracia del Niño Jesús. En su lugar, el rostro crispado y atónito de una madre que sostiene en su regazo su engendro siniestro, ambos flotando sobre una especie de nube rojiza o, mejor, hongo nuclear que señala la causa de tanto horror.
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El tema central del cuadro es el cuestionamiento del progreso que degrada el medio natural y crea ciudades hostiles al hombre. Pero, alrededor de ese argumento encarnado por el imparable crecimiento de la construcción de viviendas y fábricas, aparecen otros personajes secundarios, relacionados unos con el motivo central, meros juegos plásticos otros, que forman un rompecabezas de figuras imposibles al estilo de ciertos maestros góticos. La pintura alude al plan de construir un tercer cinturón de circunvalación a Valencia en detrimento grave de los usos agrícolas de varios términos municipales próximos.
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A pesar de las inevitables deudas de origen, la voz de Caballero se distancia de las concepciones esquemáticas para mostrarnos en este retrato archimbóldico un representante real del pueblo objeto de tantos servicios bienintencionados. El sueño del proletario es un retrato tierno a la vez que cáustico del obrero alienado cuyas necesidades sentidas son menos históricas y más vulgares que las imaginadas por los colectivos culturales antifranquistas.
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Un ama de casa aparece representada en la cocina, mitad Hora, mitad libélula, en plena preparación de la comida, cuando el curioso reloj formado por el mocho de la esquina inferior y su sombra marca las dos en punto: la hora de comer. Alrededor de ese argumento central, no faltan los detalles sorprendentes: desde las chacras budistas que aparecen pintadas en los distintos centros energéticos del cuerpo de la mujer, hasta llegar a la representación del filósofo cínico Diógenes con su tonel que aparece en la esquina inferior derecha. Toda una galaxia de temas y motivos resuelta con unos acabados técnicos absolutamente personales.
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Estamos ante una versión personal de un tema clásico: el artista pintando un cuadro, aconsejado por su crítico de cabecera y rodeado de un entorno cotidiano en el que no falta una alusión simbólica mediante la rayuela a la carrera del artista. Pero esas alusiones al carácter aleatorio de la fortuna artística y al poder de la crítica, bastan para indicarnos que, en contra de lo que cabía esperar por el tema, no estamos ante una recreación autocomplaciente o narcisista del trabajo del pintor.
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Un tema frecuente en la pintura de Martín Caballero lo constituye el amor y el sexo encarnado aquí en distintos momentos y situaciones vitales: los enamorados cuyos rostros se funden en uno solo, el padre de familia al que se le van los ojos detrás de la joven pareja, la mujer casada que sonríe cómplice, el cura reprimido, el mirón y el punki.
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Los elementos que ordenan la composición son el marco arquitectónico, junto al ajedrezado del suelo y la perspectiva paisajística del fondo. El título alude a la hegemonía militar norteamericana sobre el viejo continente europeo. Arriba, el águila del escudo estadounidense acompañada de modernos edificios impersonales bajo un cielo negro abajo, una iglesia románica en un paisaje mediterráneo de cielo azul intenso.
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El título alude al alias del líder socialista Felipe González durante la clandestinidad impuesta por el franquismo, a modo de recuerdo de una trayectoria pasada que se aviene mal con la ejecutoria del presente. Recordemos que en 1990, al poco de iniciarse el tercer mandato de Felipe González como presidente del Gobierno, se destapa el escándalo político- financiero que afectó a su vicepresidente, Alfonso Guerra, quien finalmente dimite a principios de 1991 iniciándose un progresivo deterioro de la credibilidad del P.S.O.E. y de su principal líder.
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Esta obra es un nuevo embate del autor a los poderes del sistema que condicionan la vida y la libertad de las personas. La composición tiene algo de retablo medieval, aunque encontraríamos referentes estéticos e ideológicos más modernos en el movimiento alemán de la Nueva Objetividad. Arriba aparecen tres jueces, personificación de una maquinaria penal tantas veces inhumana, y abajo se agolpa un grupo de criminales y víctimas a los que la vida ha puesto bajo su jurisdicción.
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El águila representativa de EE.UU. cobija bajo sus alas a las distintas naciones europeas, mientras sus garras asen el globo terráqueo en el que, a modo de una bola de cristal, se revive la lucha de San Jorge contra el dragón, trasunto de la resistencia frente a la opresión. Las alusiones a España son evidentes: el mapa de la Península pintado bajo la cabeza del ave y la costa mediterránea en la parte inferior derecha del cuadro.
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Mediante el recurso del cuadro dentro del cuadro, Martín Caballero logra de modo original el fin último de todo buen retrato: trascender la apariencia física para penetrar en la personalidad del retratado. En el cuadro del fondo, el pintor recrea, en su inconfundible estilo, la vida e ideas del coleccionista y mecenas que aparece delante, con las manos entrelazadas sujetando un catálogo ficticio de la 7ª Bienal que lleva su nombre, como expresión de confianza en la tenacidad de Jesús Martínez Guerricabeitia para impulsar en el futuro los proyectos ya emprendidos.
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La obra nos plantea un personaje antropomorfo, trasunto del poder ciego, sentado en un sillón (clara trasposición de los retratos emblemáticos del general Franco), cuya banda militar se ha metamorfoseado en fragmentos disformes de armadura y que luce una extraña cartuchera, mientras que en su brazo izquierdo se adivina un ojo-diana que absorbe y aplasta con la fuerza. Se apoya en un pódium construido a base de cajas de Coca-cola (irónica referencia al imperialismo norteamericano).
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El título remite simbólicamente a las dificultades y obstrucciones encontradas por la oposición antifranquista para ver culminados sus deseos de libertad frente a la “bunkerización” de las fuerzas todavía latentes de la dictadura tras la muerte de Franco. La obra muestra unas figuras que, aun dentro de su condición infrahumana, de carne torturada, poseen el gesto de dignidad de perseguir un horizonte de expectativa: el brazo o el puño se elevan como deseando superar o romper ese muro que empieza a resquebrajarse.